“Una biblioteca es un lugar que nos permite viajar,
salir
del mundo en que vivimos y trasladarnos a otros mundos.”
-Mario
Vargas Llosa, Elogio de las Bibliotecas
Un joven estudiante caminaba por su universidad entre los
jardínes alfombrados de hojas amarillas. Era otoño. Las hojas muertas le hacían
recordar la vida. En esos tiempos, él estudiaba Medicina. Se graduó en el 2006.
Yo me encontré con él en su investidura profesional: médico auxiliar de una
Farmacia del Ahorro. Mientras me revisaba el abdomen, tuvo la confianza de
contarme su historia: “En mis tiempos de estudiante, yo no tenía dinero para
comprar los libros de Medicina. Son carísimos. Me salvó la Biblioteca de mi
universidad.”
Yo aún creo bibliotecas. Creo
que las bibliotecas pueden salvar vidas y prestar vidas de tinta y papel,
pueden revivir a los fantasmas que todos poseemos, darle vida a las vidas ya
creadas y redactadas por otros, reescribir historias por medio de la lectura.
Lo cierto es que las bibliotecas se entienden como monumentos del conocimiento
(esto es una realidad). Trabajo
en una biblioteca (en lo que para mí es la Biblioteca), por ello he aprendido
que la función formal de estos lugares son muchas: es un apoyo incondicional
para los investigadores, facilitador de la lectura y la escritura, silenciador
de los estudiosos que buscan escuchar con los ojos, es un sostén intelectual
para los que han escrito tesis de licenciatura, maestría o doctorado. Las
bibliotecas son recintos del silencio, mismo silencio que genera un bullicio
inescuchable.
Después del análisis de la función formal de la
biblioteca, creo un error pensar que estos palacios sólo deben verse como
lugares cuyos pasadizos laberínticos permanecen en un silencio que parece que será
perpetuo; creer que los libros (habitantes de la biblioteca) son terribles
porque son “aburridos”, porque leer hastía; suponer que los visitantes de estos
templos del saber deben asemejarse al clásico “ñoño” que gusta del estudio como
un vicio. Creo que la
biblioteca tiene un gravísimo problema con la percepción del otro, del que la
mira, la ve, pero no la contempla.
La palabra biblioteca está en proceso de minusvaloración.
Esto se debe a diversos factores que nos llevan a este problema. Entre todos los
factores deseo centrarme sólo en uno: La mayoría de los jóvenes del siglo XXI
han perdido el interés por la lectura, por el aprendizaje formal. Las
bibliotecas –como estructuras– se encuentran en un refugio de nuestra memoria,
porque las poseemos, porque son nuestras, porque sabemos que están allí, allá,
aquí, pero muchas veces no les damos utilidad.
La realidad posmoderna nos brinda la posibilidad de
encontrar el conocimiento, las palabras, las opiniones, las historias y los
saberes por medio de una pantalla de una computadora, de un simple teléfono
móvil. Las bibliotecas se han virtualizado. ¡Qué maravilla! ¡Bendita tecnología
del siglo XXI! Si logramos darle utilidad a estas herramientas virtuales,
podemos aventurarnos a hallarle alguna verdad a este Universo (a los mil y un
universos) desde la comodidad de nuestra casa, detrás del ordenador. Ya no será
necesario visitar un recinto del saber para aprender.
La Historia nos informa que, a mediados del siglo III
a.C., el imperio de Alejandro Magno se fraccionó en diferentes territorios:
Babilonia, Mesopotamina, Persia, Bactria, Frigia, Lidia, el Helesponto, Siria y
Egipto. Cada uno de estos territorios tenía un jefe reinante. Para este
artículo, creo preciso hablar de Ptolomeo, quien se encargó de gobernar el
legendario Egipto. La aportación más grande de Tolomeo I fue la fundación de un
edificio en Alejandría: la biblioteca más grande del entonces mundo conocido.
No sería Tolomeo I quien se encargaría de darle estructura a aquel proyecto, su
hijo, Tolomeo II (rey faraón de Egipto), le dio seguimiento al proyecto de su
padre. La Biblioteca de Alejandría comenzó a llenarse de rollos de papiro (lo
que hoy conocemos como libros, gracias a Johannes Gutemberg) que provenían de
todo el mundo. Quien se encargó de darle orden a aquel torbellino caótico de
información fue un hombre que Santiago Posteguillo revive en uno de sus libros:
Zenodoto. Pero ésa –la historia de Zenodoto– ya es otra historia.
Hablando de Historia, ahora me atreveré a saltar muchos
siglos y continentes hasta llegar a México. Cuando hablo de bibliotecas,
inevitablemente tengo que pronunciar un nombre: José Vasconcelos. Del proyecto
vasconcelista de Universidad surgió el llamado Departamento de bibliotecas. La
institucionalización de la Educación y la creación de escuelas en tiempos aciagos
para México, llevó al Caudillo Cultural a proponer una estructura de
bibliotecas en un país analfabeta. El programa de este departamento comprendió
la biblioteca rural, la biblioteca ambulante, la biblioteca escolar, la
biblioteca urbana, la biblioteca técnica o especializada, la biblioteca pública
y también el gran sueño vasconcelista: La Biblioteca Nacional. El sueño de
crear una biblioteca que representara el monumento al conocimiento más
importante de la nación jamás se llevó a cabo. A José Vasconcelos le faltó
tiempo, años de vida, necesitaba más ingenuidad, más sueños tangibles, ¿menos
política?
José Vasconcelos bibliotequizó a México. Su estrategia
idealista dio resultados. José Vasconcelos hizo que el espíritu hablara por una
cultura que se había mantenido callada, porque no entendía quién era.
Vasconcelos es el dios de la Educación Pública; padre de todo lo creado; dador
de una voz castellana a aquellos que ya dominaban su lengua autóctona; hombre
ingenuo que se consagró en la Historia. Vasconcelos sigue vivo. Yo encuentro a
José Vasconcelos en los murales de Rivera, de Orozco, de Siqueriros. Escucho a
Vasconcelos cuando oigo la música de Julián Carrillo. Ahí está Vasconcelos
cuando leo un poema de Ramón López Velarde o de Carlos Pellicer. También me
topo con José cuando encuentro un libro de Gabriela Mistral, de Palma Guillén,
de Salvador Novo, de José Gorostiza, de Jaime Torres Bodet, de Francisco
Monteverde, de Javier Villaurrutia o Bernardo Ruiz de Montellano. Me encuentro
a Vasconcelos cada vez que entro a una biblioteca. Lo saludo cortésmente y le
agradezco su trabajo, le doy gracias por lo que ha hecho por mí, por lo hecho
por todos los mexicanos.
El 12 de octubre del 2015, Mario Vargas Llosa
pronunció un discurso en Berlín, tituló sus palabras como Elogio de las
Bibliotecas. Mario, el gran Premio Nobel del boom latinoamericano (aunque ése
es Gabo), es un hombre conservador, dice odiar los nuevos medios para llegar a
los libros, condena a Bill Gates y procura seguir consultando las enciclopedias
de papel y los diccionarios empastados. Yo coincido en muchos puntos y difiero
en muchos otros que él expuso en su discurso. No creo que el libro de papel
desaparezca, no creo que las bibliotecas tengan que ser lugares gélidos con
calor de hogar, no creo que llegue el momento en el que mundo entero deje de
leer.
Yo también soy conservador en términos de escritura:
Siempre cargo mi Parker plateada y mis dos libretas en donde escribo la vida,
en donde está mi vida, la vida de todos los que soy. Ahora me encuentro
escribiendo este artículo frente a una computadora, consulto los diarios por
medio de PressReader, visito las bibliotecas virtuales, las bases de datos, las
revistas de todo tipo. Las bibliotecas, hoy por hoy, están más cerca de lo que
creemos. Quiero cerrar con una pregunta, lector: ¿Usted tiene una computadora o
un teléfono inteligente? Si la respuesta es sí, ahí tiene un objeto mágico que
le hará descubrir el mundo tan sólo con un click o con un simple movimiento de
dedos. Y recuerde: las
bibliotecas pueden salvarnos la vida.
Contacto:
Twitter:
@DFG_Diego
Semblanza:
Diego Fernández Gómez es mexicano, habitante y ciudadano de un gran ser del que
está enamorado. Diego se define como un primate en proceso de evolución; humano, la
mayoría de las veces. Hoy por hoy posee puras creencias; anda en la búsqueda
saberes y está famélico de conocimientos. La lectura es su consuelo, la
escritura es su ejercicio para seguir viviendo.
me gusto mucho la información y el contexto en general.
ResponderBorrarFelicidades al autor, demuestra su enorme conocimiento de los libros y su amor por la biblioteca.
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