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viernes, abril 05, 2013

EL olor a muerte

Por María Belén Carrasco
Alumna de la Facultad de Comunicación 

La mañana es oscura, el aire sopla fuerte y el frío puede ser percibido con tan sólo ver a las hordas de personas caminar abrigadas por la calle. La llovizna mañanera, típica de los meses fríos, aún continúa haciendo de las suyas, mojando transeúntes y coches.


El "López Mateos"
Adentro del Hospital Regional Licenciado Adolfo López Mateos (HRLALM) se percibe un denso calor humano que dificulta la respiración de quienes apiñados aguardan en la sala de espera. Más de una treintena de personas saben que la paciencia ahí es norma. Están acostumbrados a ver pasar las horas mirando las paredes amarillentas, craqueadas. 


El olor es fétido. Los doctores murmuran con otros médicos y enfermeras, no  miran a los que aguardan. Las camillas van y vienen, es difícil transitar entre tanta gente. Se escuchan los gritos de los enfermos mentales, el piar de las máquinas de infusión continua y el repetido llamado de la jefe de enfermeras a la secretaria de piso.
  
Se respira desesperación, confusión, enfermedad  y muerte. ¡Huele a muerte!

Han pasado 30 minutos desde que Rosario Lecumbe llegó. A diario llega muy tempranito al Hospital del ISSSTE, a las seis de la mañana, para visitar a Jaime Lecumbe, su esposo enfermo de 67 años. Rosario, siete años menor que él –bajita, ojerosa y con un aliento a estómago encerrado–, viste pantalones gris oscuro, chamarra verde militar, bufanda parchada y zapatos blancos, casi negros por el uso, con varios hoyos y una suela visiblemente desgastada. Casi a diario porta las mismas prendas, su miseria la delata. 

En el piso tres, en la tercera cama de un cuarto compartido con enfermos terminales, se encuentra don Jaime. Una sonda conectada desde su nariz hasta el intestino cubre parte de su amarillento y débil rostro. La sábana blanca tapa su cuerpo cadavérico para evitar que el frío cale su desnutrida figura. Su semblante es triste, sus ojos entrecerrados parecen mostrar el arrepentimiento de una vida sin sentido. Don Jaime había sido internado, días antes, a causa de una encefalopatía hepática que, ciertamente, lo estaba consumiendo.

Estaba atado a la cama, inmovilizado. Alucinaba y deliraba. Por miedo a que se arrancara la sonda alimenticia que lo mantenía con vida, los doctores colocaron bandas en sus muñecas, cadera y tobillos para evitar que se despojara de ella y empeorara su condición. Con esos grilletes resultaba imposible que el viejo enfermo alcanzara el tubo.

Ahí estaba yo, pretendiendo ser una doctora más del lugar. Una bata de color blanco cubría mi ropa y una actitud de seguridad escondía mi miedo e incertidumbre. Los sonidos palpitantes de las máquinas de infusión continua estaban provocándome desesperación, sudar frío. Por momentos quise salir corriendo del lugar.

Ningún doctor notó mi presencia, tal vez creían que era una pasante nueva. Mi hermana, parte del equipo de apoyo nutricio, me traía como aprendiz por todos los cuartos del hospital: revisando pacientes y expedientes. En realidad, era yo un alma desgarrada dentro de un cuerpo tembloroso.

El cuarto de don Jaime es el peor, vibra la muerte. La de él y la de los tres enfermos “en la antesala”. Doña Rosario, con expresión vacía, lo acompaña. Un silencio sepulcral reina mientras el doctor Olea, frío y distante, expresa su preocupación. A pesar de que el paciente está inmovilizado y casi inconsciente, cada día que pasa, los doctores lo encuentran con la sonda desconectada.

–No sabemos qué pasa, pero don Jaime continúa quitándose la sonda y ya gastamos demasiadas. Es imposible que él sea quien se la arranque, ¿tiene usted idea de qué está pasando aquí?”– le preguntó el doctor a Rosario. Ella sólo mira a su esposo, parece que con rencor.

Todas las jornadas son iguales para Jaime y Rosario. Él, amarrado a su cama; ella, visitándolo con hartazgo. Enfermos entraban y salían del HRLALM, pero él ahí seguía. Llevaba un mes, un mes de sondas, retroceso y misterio.

 Un mediodía cualquiera, saludé a Rosario. Me ofreció un pedazo de su pan dulce. Hice cara de desapruebo pero ella, con insistencia, hizo que cediera y comiera del pan, bastante bueno, por cierto. Tomamos juntas el elevador, estaba vacío. Conversamos en el trayecto y yo sólo pensaba en la suerte que habíamos tenido, generalmente había que usar las escaleras porque el ascensor estaba saturado de doctores y pacientes.

El doctor Olea la esperaba en la puerta. El enigma parecía resuelto. La metió al cuarto, pasaron varios minutos y finalmente ella salió sollozando. El doctor la enfrentó, la puso contra la pared y no le quedó de otra más que confesar su culpa. Tras años de maltratos y abusos con un marido alcohólico y golpeador, doña Rosario no quería más que verlo morir. Ella reveló haber entrado todos los días mientras el cuarto se encontraba vacío y tras rezar para pedir perdón, se acercaba lentamente a la cama de su esposo para desconectar la sonda y apresurar su muerte que tanto anhelaba. Desgraciadamente para ella, siempre había una enfermera que encontraba al paciente desconectado y delirando, dispuesta a salvarlo. A diario él vivía golpes en su corazón, rasguños en el alma.



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