Por: Alexia Illingworth
Prácticum 1
¿Cómo evadir el miedo? ¿Cómo
hacer para verla a los ojos y transmitirle paz cuando ni siquiera yo la siento?
Esa tarde mientras veía las
noticias junto con mis papás y mi hermano, llegué a comprender que las cosas
que nos rodeaban cambiarían, que por unos días existiría oscuridad e
impaciencia. La impotencia que me habitaba era mayor al saber que no dependía
de mí, ni de mi familia, ni de mi gente; sino del monstruo que llegó a nuestras
vidas para abrir las ventanas de la realidad que nos rodeaba.
Fueron dos días en los cuales
el salir de nuestras casas era algo inimaginable, la alacena estaba repleta de
víveres y solamente nos teníamos a nosotros cuatro, deseando con toda la fuerza
que existe en un ser humano, que el agua no llegara a meterse por la puerta
de nuestra casa. El silencio invadía la
casa, sin embargo, afuera del fraccionamiento, se podía ver cómo la calle
principal se había convertido en un río, con la fuerza necesaria para llevarse
a todo lo que se le interpusiera. Momentos de angustia, incertidumbre y
desesperación fueron los que se vivieron cuando Jova nubló el cielo y enfureció
nuestro mar.
FOTO: LA JORNADA
Jova dejó en Manzanillo
suciedad, desesperanza, tristeza, impotencia y una sociedad con necesidades, la
cual suplicaba ayuda sin gritos, sino con miradas de desconcierto. ‘’El
gobierno tiene la culpa’’ era lo que se escuchaba entre la gente que sacaba el
lodo de sus casas o tiraba los muebles que ya no tenia caso conservar. Gente
llorando por la pérdida de sus familiares o de su hogar, provocó en mí un resentimiento
hacia la naturaleza ¿Por qué mi gente debe sufrir esto?
Lulú era su nombre, una
pequeña niña de Cihuatlán, un pueblo a 30 minutos de Manzanillo. Comparado con
otras partes el lugar estaba devastado, el agua y el lodo habían alcanzado
metro y medio de altura, las calles habían desaparecido y por supuesto la
infraestructura y la cultura de las personas no ayudó a evitar el desastre.
Gente había quedado enterrada en los montones de lodo, la comida y la ropa
escaseaban. Alerta de peligro nunca significó nada para ellos, tan sólo fue una
llamada de atención insignificante, una más de tantas y un desastre más que se
desviaría.
El haber conocido a esta
pequeña me hizo sentir lo que de verdad es el miedo, sólo fueron unos minutos
en los cuales con una simple sonrisa tras el cubre bocas que utilizábamos; ya
que el olor era insoportable y una caja de despensa, pudimos conectar, pude
leer lo que su mirada trataba de decir: ayuda. Los damnificados lloraban en
nuestros hombros, algunos de agradecimiento, otros de resignación al recordar
como lo poco que tenían, desapareció en una noche. Pero los niños son
diferentes, su inocencia ante la situación hacia lo imaginable; olvidar por un
minuto la tristeza que se respiraba en el ambiente.
Lulú no era como todos los
niños, ajenos a la situación, ella tenía la mirada perdida, su casa nunca había
sido un gran palacio ni mucho menos, era una pequeña choza hecha de palmas y lámina
que se encontraba en las zonas más pobres de Cihuatlán y por consiguiente las
más afectadas. Pero para ella y su familia era su hogar. Vivía con su mamá, una
mujer soltera y trabajadora, que todos los días salía en busca de latas para
poder vender y tener para comer para ellas y su hermano menor, su única familia
sin alguien que los protegiera. Cuando me acerqué a Lulú, vio que en una bolsa
transparente habían peluches, sus enormes ojos cafés detonaron un brillo que no
podía ser ignorado, tardé unos segundos en darme cuenta que deseaba uno. -¿Quieres
un peluche?- sin dejar de ver la bolsa, contestó. –¿Ahí tienes casas nuevas?-
no supe qué contestar, no sabia qué decir. Me acerqué a ella, le acomodé su
pelo lacio y despeinado, ante mi silencio sus ojos se inundaron en lágrimas, me
tomó la mano y me guió por lo que algún día fue su casa. Ropa llena de lodo,
trastes tirados, los muebles destruidos, las palmeras que servían como techo
caídas y las láminas tiradas, su mamá buscaba cosas que pudieran servir y al
notar mi presencia se limpió las manos con su ropa y me saludó, unas manos
sucias y esperanzadas, no me importó tomársela y sonreírle como le había hecho
con su hija.
De regreso, iba en la caja
de la camioneta, con el olor a mar invadiendo mis poros, y pensé, ¿Qué será de
Lulú? Miles de historias me vinieron a la mente, sin embargo hasta el día de
hoy no sé de ella, sólo sé que me enseño a mirar con esperanza.
El texto reflexiona sobre el desafío de enfrentar el miedo en situaciones de desastre natural. La incertidumbre y la impotencia invaden a quienes, atrapados por la tragedia, sienten que su destino escapa de su control. En medio de la devastación, se observa cómo las emociones se entrelazan: la desesperación por las pérdidas materiales y el sufrimiento humano conviven con la necesidad de mantener la calma y brindar consuelo. Ante un panorama sombrío, el acto de transmitir esperanza, incluso cuando uno mismo no la siente plenamente, se convierte en una muestra de resiliencia y empatía. La experiencia deja una enseñanza profunda: en las circunstancias más adversas, los gestos de apoyo y solidaridad permiten encontrar un destello de paz y esperanza.
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